Las “Poquianchis” fueron las asesinas seriales más letales registradas en la historia de México.
Como las “Poquianchis” se conoció a un grupo de asesinas seriales mexicanas, activas entre 1954 y 1964, principalmente en la ciudad de San Francisco del Rincón, Guanajuato, México. El grupo estaba conformado por las 4 hermanas de la familia González Valenzuela: Delfina, que era la líder, María de Jesús María del Carmen y María Luisa “Eva”. Las cuatro mujeres eran dueñas de varios burdeles en Guanajuato y Jalisco.
Sus víctimas fueron en su mayoría mujeres a las que privaron de su libertad para que ejercieran como prostitutas, aunque también asesinaron a clientes y bebés de las mujeres esclavizadas. El número confirmado de víctimas es de 91, pero se cree que pudieron matar a más de 150 personas, lo que las convierte en las asesinas seriales más letales registradas en la historia de México.
Delfina desarrolló un método de secuestro que dejaba mayores ganancias: acudían a rancherías o pueblos cercanos, donde buscaban a las niñas más bonitas. No importaba si tenían doce, trece o catorce años de edad; llevaban cómplices masculinos que, si las sorprendían solas, simplemente las secuestraban. O si estaban acompañadas de sus padres, generalmente campesinos, se les acercaban y les ofrecían darles trabajo a las hijas como sirvientas. Los padres accedían, “Las Poquianchis” se llevaban a las niñas y de inmediato empezaba su tormento.
Tormento infernal
Apenas llegaban al burdel, “Las Poquianchis” procedían a desnudar a las niñas por completo y examinarlas. Si consideraban que tenían “suficiente carne”, los ayudantes que habían contratado se encargaban de violarlas, uno tras otro y si lloraban o se resistían, las golpeaban. Después, “Las Poquianchis” las bañaban con cubetadas de agua helada, les daban vestidos y las sacaban por la noche a que comenzaran a atender a la clientela del bar, bajo amenazas de muerte.
Los clientes se mostraban siempre encantados de encontrar niñas de tan corta edad, por lo que el negocio prosperó rápidamente. Las hermanas alimentaban a sus esclavas sexuales solamente con cinco tortillas duras y un plato de frijoles al día. Cuando una de las mujeres llegaba a cumplir veinticinco años, “Las Poquianchis” ya la consideraban “vieja”.
Procedían entonces a entregársela a Salvador Estrada Bocanegra “El Verdugo”, quien la encerraba en uno de los cuartos del rancho, sin darle de comer ni beber por varios días; entraba constantemente para patearla y golpearla con una tabla de madera en cuyo extremo había un clavo afilado. Una vez que la mujer estaba tan débil que ya no podía ni siquiera intentar defenderse, “El Verdugo” la llevaba a la parte de afuera del rancho y, tras cavar una zanja profunda, la enterraba viva. A otras les aplicaban planchas calientes sobre la piel, las arrojaban desde la azotea para que murieran al caer o les destrozaban la cabeza a golpes.
Dolor extremo
Si una de las muchachas se embarazaba, padecía anemia y estaba demasiado débil para atender a sus clientes o si se atrevía a no sonreírle a los parroquianos era asesinada. Los bebés que llegaron a nacer fueron asesinados y enterrados, con excepción de un niño, al que guardaron para vendérselo a un cliente que quería experimentar con él, mientras tanto se dedicaron a maltratarlo.
También practicaban abortos clandestinos en las jóvenes más populares, con tal de no perder esa fuente de ingresos. Las mujeres, además, eran obligadas a limpiar, a cocinar y a atender a “Las Poquianchis”.
“Las Poquianchis” habían reclutado a varios ayudantes que las apoyaban en sus labores. Uno era Francisco Camarena García, el chófer que se encargaba de transportar a las jovencitas reclutadas, junto con Enrique Rodríguez Ramírez. Otro era Hermenegildo Zúñiga, ex capitán del ejército, conocido como “El Águila Negra”, quien servía como su guardaespaldas y cuidador del burdel. José Facio Santos, velador y cuidador del rancho y Salvador Estrada Bocanegra, “El Verdugo”, quien golpeaba a las prostitutas que protestaban por algo y, cuando alguna amenazaba con marcharse o denunciar los maltratos a los que era sometida, se encargaba de asesinarla y enterrarla. También policías y militares utilizaban los servicios de las niñas esclavas, todo gratis a cambio de protección para el burdel.
María Auxiliadora Gómez, Lucila Martínez del Campo, Guadalupe Moreno Quiroz, Ramona Gutiérrez Torres, Adela Mancilla Alcalá y Esther Muñoz “La Pico Chulo” eran prostitutas que se convirtieron en celadoras y castigadoras a cambio de que “Las Poquianchis” respetaran sus vidas. Cuando alguna de las niñas nuevas no quería ceder ante el capricho de algún cliente, ellas se encargaban de arrastrarla de los cabellos por todo el burdel, llevarla a un cuarto y golpearla hasta dejarla inconsciente. “La Pico Chulo” también gustaba de matar a palazos a las muchachas, destrozándoles la cara y el cráneo con una tranca de madera.
Captura y fin de “Las Poquianchis”
En 1964 Catalina Ortega, una de las más recientes muchachas en llegar al prostíbulo, logró escapar y se presentó en la comandancia de la Policía Judicial en León, Guanajuato. Las autoridades giraron una orden de aprehensión y se dirigieron a San Francisco del Rincón. Ahí detuvieron a Delfina y a María de Jesús. María Luisa logró escapar a último momento. Muchas de las mujeres rescatadas narraron los horrores que vivían en ese lugar.
Luego de varios meses que duró el proceso, que consistió en careos e interrogatorios, finalmente Delfina, María de Jesús y María Luisa González Valenzuela, fueron acusadas de lenocinio, secuestro y homicidio calificado y recibieron la pena de 40 años de prisión, sin embargo, dos de ellas murieron tras las rejas antes obtener su libertad.
María de Carmen fue la primera en morir, en 1949, a consecuencia del cáncer que padecía. Delfina, conocida como la Poquianchis Mayor, falleció el 17 de Octubre de 1968 (a los 56 años) en la cárcel en Irapuato, de una hemorragia cerebral, luego de caerle sobre la cabeza una cubeta con cemento. María Luisa, apodada “Eva, la Piernuda”, perdió la vida en su celda de la cárcel municipal de Irapuato en Noviembre de 1984 por un cáncer hepático. María de Jesús fue la única quien falleció en libertad a mediados de la década de los 90.