“Aprendí pronto que al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, hay que comenzar desde cero, porque el pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes”, Isabel Allende
Nuevamente estoy con ustedes amigos, compartiendo esta serie que ya les dije llamaré Migraciones. Hoy les contaré sobre la primera migración en mi vida y seguro que muchos que han nacido y se han criado en lugares pequeños, se sentirán identificados de alguna manera.
Mi primera migración en realidad sucedió dentro de mi propio país. Fue cuando tuve que dejar mi pequeño pueblo de frontera, tranquilo y extendido, donde nos conocíamos todos y en aquellos tiempos éramos muy cercanos unos de otros, porque la población no era muy grande. Había que seguir estudiando y marcharse a la Capital del País. Era muy chica (aunque en aquel momento me creía grande y que me las sabía todas…jaja) y nunca había salido de la casa familiar.
Llegó el día y con una maleta y algunas otras cosas, mis padres me acompañaron a mi nuevo “hogar”.
Fue un cambio. La ciudad era grande…. demasiado grande, la gente siempre iba con prisa, nadie te saludaba y llegaba la noche y estaba sola en una habitación, sin mis padres, ni mis hermanos. Pero era lo que había que hacer y cuando quise acordar era una más en la ciudad, se me pegó su modo de hablar, sus costumbres, amé la rambla junto al Rio de la Plata, los cines, los teatros, la libertad también de ser anónima me comenzó a gustar y me fui enamorando de esa ciudad para siempre. Mi rinconcito perdido en el Sur.
Esta fue una inmigración interna pero llena de aprendizajes y que me llevó quizás (el universo juega sus dados) a aprontar mi espíritu para las posteriores migraciones que se darían en mi vida y que no serían tan fáciles como esta…